No sé quién es el culpable de que el tiempo transcurra inexorablemente hacia el vacío. Cada día que pasa, cada hora, cada minuto, es tiempo que se va para no volver más. ¿Pero cuántas veces no habré escrito y alertado sobre este tiempo qué se nos escapa como la arena entre los dedos? No importa, lo reflexiono una vez más. Quizás sea entonces porque a falta de alguien con quien conversarlo me aferre a ese tipo que llevo por dentro y que me lo recalca casi a diario.
A las puertas de mis 50 abriles me doy cuenta de cuánto he cambiado. ¿Cuánto habrá todavía de Raúl en mí? ¿Cuánto quedará dentro de 10, 15 ó 20 años? Me asusta la reflexión, no lo puedo negar.
Ha llegado la primavera. Tal vez sea eso lo que me tenga nostálgico. Añoro muchas cosas y sé que no hay remedio; el mundo no se rige por las reglas de la añoranza, sino por las de poder y el dinero. Tal vez no tenga sentido discernir mucho sobre estas ambigüedades.
No obstante diré lo que me recarga tanto y que quiero soltar: “Siento mucho que la mayoría no tenga tiempo para los demás. No se pide mucho. A veces un saludo fugaz, un destello de existencia o un suspiro compartido puedan liberar la tuerca que tanto nos aprieta. Pienso que allá en Camagüey late más de un corazón y que otros se afanan en otros horizontes. ¿Cómo pueden llevar la carga de vuestras existencias sin problemas? Yo no puedo, no tengo la receta. Pero el tiempo resolverá todas las ecuaciones y yo dejaré de joder”.
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